Tu corazón ya terciopelo ajado
Se fue de repente, discretamente, como tantas otras veces se iba, dejando al despedirse aquél gesto tan suyo que dibujaba en su rostro una media sonrisa hecha más con los ojos que con la boca.
Se fue sin dejarme cumplir el pequeño deseo de pasear juntos tras su operación para recuperar fuerzas y hablar, como siempre, de tantas y tantas cosas.
Se fue sin dejarme siquiera las lagrimas preparadas para llorar y poder escribir al día siguiente la inmensa pena y la absurda soledad que me deja su perdida. Es verdad que no hacen falta lagrimas para llorar, eso se aprende sufriendo la tristeza y el dolor, como yo las sufro ahora que al menos me he decidido a escribir, porque como me han dicho, se lo debo y él lo esperaría de mí y seguramente le gustaría que lo hiciera.
Se fue, como cualquier otro día o cualquier otra noche, sí, pero esta vez para siempre. Su corazón ya terciopelo ajado, escribió Miguel Hernández en la elegía a un amigo. Se fue también mi amigo, el amigo de muchos y de muchas que lo quisimos, que aún lo queremos.
Se fue, sí.
De qué podía morir alguien como Rubén sino del corazón: de un fallo, según los médicos; del corazón que late hasta detenerse de tanto vivir, es lo que creo: murió de tanto corazón y tanta vida.
He conocido a mucha gente, ya soy viejo. Tengo muchos amigos de muchas épocas de mi vida, y Rubén ha sido mi amigo en casi todas ellas, en casi todas mis vidas.
Puede que él fuera muchos amigos y no solo uno, que fuera muchos rubenes y no solo uno, porque él estaba siempre, nos viéramos más, nos viéramos menos.
Miro hacia atrás y está siempre. El Rubén militante, el Rubén joven socialista, el Rubén que me doblaba en modernidad – en posmodernidad se decía entonces – el Ruben de la movida y el que me recriminaba llegar a ella cuando la movida ya era algo cansino; el Rubén popular, callejero, vecinal, de barrio, de Hortaleza a Lavapiés, el político y memorial, el Rubén artista, literario y culto, el de la librería Alcaná o el Ateneo, el Rubén de las discusiones sobre Federico y Miguel Hernández – tu corazón ya terciopelo ajado- Y el Rubén de las guerreras, de la música y la cultura por descubrir.
Todos ellos, tantos días y tantas noches, que solo eran uno y universal entre tantos talentos e inteligencias, entre tanta vida y tantas vidas. Tantos proyectos, también. Algunos dicen proyectos de futuro, como si pudiera haber otros: proyectos de pasado, quizá, tengo que estudiarlo, tengo que hablarlo con Rubén… que será, como siempre, capaz de enredarlo y convencerme de que hay que saltar en el vacío cuando se trata del pensamiento. Y de los proyectos. Que no hay que tener miedo, sino dejarse llevar por las ideas y por las convicciones. Que hay que respetarlas, creer en ellas, pelear, luchar con los ojos abiertos y no con las consignas cerradas, con Libertad y sin dogmatismo. Rubén lo hacía.
Teníamos entre manos algunas cosas… de las del pasado que queríamos hacer presente para asegurarles el futuro. La herida de la historia. Pero el corazón – tu corazón ya terciopelo ajado – no ha podido latir más después de latir tanto, y le ha dicho a mi llanto que ya no hay más, ni habrá más, que deje caer las lágrimas, que no pasa nada, que llorar es escribir y que es lo que de verdad hay que hacer con emoción entre las letras, las palabras, las frases. Solo llorar y escribir.
Llorar y escribir por Rubén, por todos los rubenes que ha habido a lo largo de mi vida, de mis vidas, mientras sueño con abrazarlos a todos, a cada uno en un instante de cada aquellos entonces. Sí, solo llorar y escribir mientras siento que él se aleja como desdibujándose en la imagen de un cristal empañado, en el que las luces y las sombras parecen dibujar, entre vapores, una media sonrisa hecha más con los ojos que con la boca.
Una sonrisa que ningún tercipelo ajado podrá borrar nunca de mi memoria.