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El arte y la cultura: resistencia frente al avance de la ultraderecha
18 Nov 2024 por Rafa García Rico
En tiempos en los que la ultraderecha cobra fuerza a nivel global, promoviendo el rechazo a la diferencia, a la “otredad”, el negacionismo de los problemas climáticos o sociales, y la glorificación de las narrativas simplistas y excluyentes, el arte y la cultura se erigen como herramientas imprescindible de resistencia frente al totalitarismo que implica su ceguera ideológica. Lejos de ser un mero entretenimiento o un lujo para elites, el arte, junto con la literatura, el cine y el teatro, es un pilar de nuestra vida cultural y social, una trinchera fundamental para combatir la ignorancia y las estructuras que alimentan la intolerancia y el autoritarismo. “No hay documento de cultura que no lo sea también de barbarie”, decía Benjamin, si no se ve que la producción cultural siempre tiende a estar imbricada en las estructuras de poder. El arte moderno puede ser una herramienta para visibilizar las contradicciones sociales y resistir las imposiciones autoritarias de quienes nos quieren imponer el discurso de lo ‘correcto’.
El arte moderno, en todas sus expresiones, nace de la ruptura. Rompe con las normas establecidas, desafía los cánones y se enfrenta a los relatos homogéneos que intentan anular la diversidad y la libertad creativa. Este tipo de expresión artística siempre ha cuestionado los sistemas de poder, desafiando la autoridad de quienes pretenden imponer una única forma de ver el mundo. En las décadas más oscuras del siglo XX, cuando el fascismo y el nazismo extendieron su sombra por Europa, el arte fue señalado como un enemigo por su capacidad para perturbar y desafiar. Se quemaron libros, se censuraron obras y se intentó destruir todo aquello que pusiera en duda la visión rígida de los regímenes autoritarios.
“La tarea del arte hoy es traer el caos al orden.” Esta idea de Adorno nos enseña que el arte moderno, en su esencia, no debe buscar complacer o reforzar narrativas establecidas, sino cuestionarlas, desestabilizarlas y abrir nuevos horizontes. Es, desde luego, una idea particularmente útil para hablar de la importancia de romper con los discursos homogéneos que promueve la ultraderecha. El arte moderno, sin embargo, resistió a aquel pasado en el que el fascismo era la dinámica imperante. Movimientos como el dadaísmo, el surrealismo o el expresionismo no solo sobrevivieron a los embates de los totalitarismos, sino que transformaron el panorama cultural, dejando un legado que sigue siendo una fuente de inspiración para combatir las narrativas excluyentes del presente. Estos movimientos demostraron que el arte no solo representa, sino que también confronta. Al cuestionar lo establecido, el arte moderno no solo reflexiona sobre el mundo tal como es, sino que también imagina cómo podría ser.
En este contexto, insisto de forma contundente, la cultura se convierte en un muro contra la ignorancia. Los regímenes autoritarios y los movimientos ultraderechistas se sustentan en gran medida en la desinformación, la simplificación de los problemas complejos y la anulación del pensamiento crítico. Frente a esto, la cultura y las artes ofrecen herramientas para comprender el mundo en toda su riqueza y complejidad. Una sociedad que fomenta el acceso a la cultura y la educación artística es una sociedad que promueve el diálogo, la empatía y la capacidad de discernir entre la verdad y la manipulación.
El cine de Pedro Almodóvar es un ejemplo contundente de esta actitud de respuesta cultural en una sociedad de torrentes y motos. Con una filmografía que abarca más de cuatro décadas, su obra ha sido un vehículo para hacer visibles realidades marginadas, cuestionar los estereotipos de género y explorar las tensiones sociales de una España en constante transformación. Almodóvar ha defendido siempre la diferencia como valor, no solo en sus personajes y temáticas, sino también en su propio lenguaje cinematográfico, rompiendo las convenciones del cine tradicional para construir un universo único y subversivo. Desde sus primeras películas – aún recuerdo una conversación en la que explicaba Pepi, Luci… – hasta obras más recientes, su cine recuerda que el arte tiene la capacidad de abrir horizontes y desafiar los dogmas que intentan imponer los poderes autoritarios.
Sin embargo, el valor de la cultura como resistencia no se limita a los grandes nombres. También radica en los teatros independientes, en los escritores que publican en pequeñas editoriales, en las obras que abordan temas incómodos para los sectores más conservadores, en los artistas visuales que intervienen en el espacio público para denunciar las injusticias. Estas expresiones culturales, aunque menos visibles, son esenciales para construir una sociedad más justa y plural.
En España, defender la cultura significa también proteger un modelo social que permita que estas expresiones artísticas florezcan. Esto requiere políticas que garanticen el acceso universal a la cultura, fomenten la educación artística desde edades tempranas y respalden a los creadores a través de sistemas de apoyo y financiación pública: no de subvenciones al círculo próximo al poder sino mediante sistemas como el de capitalización que permiten afrontar la diversidad en toda su magnitud. La diversidad creativa, se entiende, no ese concepto absorbente y que ha terminado por llevar el pensamiento diferenciado a negro en una extraña paradoja. Deja la gestión de la cultura a un rebaño de fanáticos y fanáticas – y en este caso de fanatiques – y en poco tiempo el balido será el emblema de la sociedad. La cultura no debe depender exclusivamente de los márgenes del mercado sino que debe superarlos con inteligencia, apropiándose de la parte que como sociedad es necesario invertir en la creatividad cultural, y sobre todo porque su valor trasciende el beneficio económico: su verdadero poder reside en su capacidad para transformar la sociedad, generar pensamiento crítico y construir una ciudadanía activa y consciente.
Permitir que el arte, el cine, la literatura o el teatro se desvanezcan en la precariedad o el olvido es, en última instancia, un regalo para quienes buscan un modelo de sociedad homogéneo y sin cuestionamientos. La ultraderecha se alimenta del miedo a lo diferente, y ese miedo encuentra su antídoto en una cultura que celebre la pluralidad y la imaginación. Un país sin un tejido cultural fuerte es un país más vulnerable a las narrativas simplistas y al pensamiento único que propone la intolerancia.
Defender el arte no es una cuestión secundaria ni un capricho; es una necesidad imperiosa en una sociedad que aspira a frenar el avance de la ignorancia, el negacionismo y la violencia ideológica. En cada pincelada, en cada escena, en cada verso y en cada puesta en escena, la cultura despliega una fuerza inquebrantable contra la uniformidad que pretende imponer la ultraderecha. Frente a las sombras del autoritarismo, el arte sigue siendo luz, y en esa luz reside la esperanza de una sociedad libre, crítica y profundamente humana.