20 de noviembre: el día del engaño

Es un asunto recurrente atribuir a José Antonio un profundo cambio de dirección durante su encierro en la cárcel de Alicante, o para ser más exactos durante los últimos días de su encierro, en la dramática espera de la pena capital. Todo ello después de haber sido participe, él y los suyos, del llamado alzamiento, el golpe de estado contra la República.

La cuestión no es si en un giro imprevisto, el líder falangista fue capaz de entender la atrocidad que había alimentado: una guerra fratricida entre españoles con muchas posibilidades de asegurar el poder económico a los peores reaccionarios, un retroceso cultural bajo el dominio de las casullas y una entrega a base de sangre del poder político a los generales que dieron, como ejemplo de su propia incongruencia, la espalda a su padre y lo dejaron morir en la soledad de su breve exilio parisino, el mismo sitio a donde mandaron al rey los siempre dispuestos Queipo, Mola o Sanjurjo, entre otros, que fueron la  expresión inmunda de la egolatría e infinito oportunismo de los llamados generales africanistas. La cuestión es que ya era tarde para todo, y si su condena no tenía arreglo, la de España tampoco.

No era esto, no era esto, en paráfrasis de Ortega, pero ya era tarde: él y los suyos habían alimentado a la bestia en la ingenua idea de que habría en España una revolución nacional que pondría fin al orden establecido sin pasar para ello por el triunfo del comunismo, al que detestaban porque era opuesto, según ellos, a la naturaleza histórica de Castilla y España, y a la que se sumarían los obreros de forma masiva como antes habían sido los obreros desencantados los que habían dado sentido masivo al fascismo italiano, aupado primero por la modernidad de sus élites culturales y luego por una masa incapaz de soportar las desgracias de la posguerra y la decepción de una victoria amarga como una auténtica derrota.

Es posible que José Antonio fuera un idealista que viviera en un planeta ajeno al nuestro, pero su realidad palmaria no era precisamente un ensueño mágico: bandas de pistoleros que asesinaban indiscriminadamente como hacían los grupos criminales organizados por Ansaldo y su falange de sangre, que aunque finalmente fue expulsado del entorno de José Antonio por violento – extraña paradoja -, hasta que llegó su hora había dado cuenta de un talante en poco distinto de los camisas negras o los camisas pardas.

El caso es que la ensoñación  de José Antonio – como antes la de Ledesma (y su flequillo hitleriano) u Onésimo, fue el juguete con el que se quedó Franco, un sujeto inaccesible al razonamiento político más elemental, que lo instrumentó de tal manera que fabricó la falsedad del partido único, constituido por la combinación absurda de la Falange, las JONS y los tradicionalistas renunciando todos ellos a su propia esencia para que el caudillo ejerciera como tal y desde ese momento todo girase en torno a su voluntad de instalación en el poder, primero, y de supervivencia en él, después.

No es verdad que la Falange de José Antonio aportara la ideología al franquismo, salvo el uso manoseado de la figura del ausente y la parafernalia estética que se fabricó a partir de la simbología diseñada por Ridruejo o Serrano Suñer, tanto monta, hasta convertirla en un absurdo anacrónico y ridículo cuando ya estos dos estaban en las antípodas del régimen.

Para ello fue necesaria la complicidad de personajes tan injustificables como Arrese, Fernández Cuesta o el grotesco Giménez Caballero que, con la ayuda final de la hermana de José Antonio, carentes completamente de pensamiento político propio, acabaron por arrinconar a los que después conocimos como ‘auténticos’, encabezados por Hedilla en las revueltas de Salamanca.

No había pues lógica en aquello, sino interés.

En fin, ha pasado otro 20N, la fecha del fallecimiento de ambos, Franco y Primo de Rivera, en el que los jóvenes cachorros mezclan los conceptos como si supieran lo que hacen, ajenos a la evidente decepción del líder que murió sin enajenar su sentido común, plenamente consciente del daño que había contribuido a generar. Y aun así conviene recordar que desde Azaña hasta Prieto, mediando Araquistaín y otros notables dirigentes socialistas, se trató de impedir el crimen porque era evidente que este solo beneficiaría a Franco – que no hizo absolutamente nada para evitar el fusilamiento- otorgándole, tal y como pasó, el mártir que justificara su salvaje cruzada.

Así que mientras se repiten las vigilias y se insiste en la conmemoración conjunta, la realidad seguirá siendo otra. Recuérdese, por ejemplo, el fragmento de la durísima carta que Dionisio, amigo personal, autor de una parte del cara al sol y confidente del ausente, envió a Franco en 1942:

“Todo parece indicar que el Régimen se hunde como empresa aunque se sostenga como «tinglado». No tiene, en efecto, base propia fuerte y autorizada y la crisis de disgusto es cada vez más ancha. Un día podría producirse el derribo con toda sencillez. Entonces los falangistas caeríamos envueltos entre los escombros de una política que no ha sido la nuestra. ¿Piensa V. E. qué desgracia mayor podría yo tener, por ejemplo, que la de ser fusilado en el mismo muro que el general Varela, el coronel Galarza, don Esteban Bilbao y el señor Ibáñez Martín? No se trata de no morir. Pero ¡por Dios! no morir confundido con lo que se detesta.”

Sin más.