Hemos perdido

Creíamos que el 11M era un asunto ya de homenajes, respeto y recuerdo. Pero no es así. El 11M es el 17A, un día cualquiera de verano en el que el crimen y el horror han vuelto a teñir de sangre las calles de nuestro país. Como aquél horrible día, como este horrible día en el que catorce personas han caído víctimas del odio, la ira y el terror sanguinarios.

Hemos vuelto a perder. Lo hacemos constantemente: en la terraza de un bar, en un concierto de adolescentes, en el atentado con un cuchillo en un paseo de la ciudad, en la Siria de la falsaria ‘Primavera Árabe’ – en la que tanto creímos y que tanto nos ha resquebrajado porque no era más que un juego de intereses de los poderosos -, en el Irak devastado por la guerra injusta y la consecuencia mortal del ISIS, en cada bomba que explota en cualquier parte del mundo incendiado por el fanatismo y las terribles consecuencias del orden internacional que han creado los insensatos; en París, Mosul o Londres, en Estocolmo, Saná o Mogadiscio, en Madrid o Barcelona. En Bataclan, el restaurante londinense, en el paseo por el mercadillo navideño.

Hemos perdido, porque no sabemos cómo hemos llegado a este sin sentido, a esta irracional carnicería que apaga vidas como si fueran velas que se extinguen en un soplido infantil.

Hemos perdido porque la maquinaria es imparable, vienen a por nosotros y somos nosotros mismos, seamos de aquí o de allá. En la carnicería brutal de La Rambla se encierra el secreto del abismo: más de 34 nacionalidades de hombres, mujeres o niños muertos o heridos; somos todos, tú y yo. Intolerancia, fanatismo religioso, intereses mezquinos, odio. Odio.

Hemos perdido porque esta era global del crimen no entiende de carnés ni de fronteras y el monstruo infame de la tragedia es un velo mortal que nos envuelve a todos. Nos ahogamos en la pena del dolor como se ahogan los que sueñan huir de su dolor para acabar naufragando en un Mediterráneo que es una tumba inmensa, salina, fría y azul.

Hemos perdido porque nos ciega la incomprensión y la tristeza, y nos pueden, nos debilitan y aunque gritemos que no tenemos miedo, el miedo es lo único que nos queda y que nos une, aquí, allá, en los hospitales que arden por la artillería, en las calles por donde paseamos disfrutando del verano.

Hemos perdido porque el miedo es imbatible, angustioso y triste. Las miradas hondas de los desesperados son nuestras miradas de desesperación cuando nos matan. El miedo nos ha igualado, y la derrota también. Y nosotros no tenemos a donde huir, a donde viajar, donde buscar refugio: nadie nos cierra las puertas porque ya no hay puertas que cerrar. Hemos perdido porque la pesadilla ya es nuestra y no hay manera de desterrarla, ni encendiendo la luz, ni apagándola.

 

París, Mosul o Londres, en Estocolmo, Saná o Mogadiscio, Madrid, Barcelona

 

Nos ponemos de pie, decimos que no, que no nos vencerán, pero hemos perdido naufragando entre lágrimas y sollozos, los mismos que ahogan un medio mundo que creímos ajeno y que ahora es el nuestro entero.

Hemos perdido, aunque nadie se atreva a decirlo, aunque ningún político sea capaz de decir la verdad transparente y todo sean mensajes repetidos, ya tantas veces, que causan estupor.

Hemos perdido, abandonados a nuestra suerte en un paraje silente de condolencias y exabruptos, como si el enfado no fuera nada más que una muestra más de la derrota sin poder ser otra realidad que nos inspire, que nos devuelva las vidas arrebatadas.

Sí, tenemos miedo, por más que insistamos en el exorcismo de negarlo. Y mucho, porque no hay salida si no hay esperanza, y no hay esperanza si no hay razón. Y la razón siempre muere un instante antes de que caiga la primera víctima cada vez que un ataque enciende la segadora.

Hemos perdido, ya solo nos queda volver a empezar. Y puede que así, todo sea diferente.