La Pantoja se ha ido a hacer un bolo a Cantora, lejos de los barrotes y las cámaras. Un bolo de cuatro días que alimentará a la prensa del corazón durante cuatro años. Y allí están las teles para contarlo, apostadas en el laberinto rosa de la corrupción marbellí y la copla redentora, porque es lo que interesa, y no el idilio o la pelea entre políticos de lo nuevo con los más veteranos, los de lo viejo, al hilo del nuevo lenguaje del patriotismo político que tanto desenfundan Rivera o Iglesias contra Sánchez y Rajoy.
Esta es nuestra España, un auténtico país de supervivientes mirándose a sí mismos en el espejo de Honduras, el que nos enseña Telecinco cada tarde. Aquí el hambre y la desnutrición no son un juego caprichoso en un plató paradisíaco entre peces y berberechos gigantes, ni siquiera son un argumento de peso en una campaña de sainetes y soviets.
España es el plató, esa es la metáfora de un país que es en verdad una inmensa burbuja explotada de ladrillo que nos aprisiona sin misericordia mientras los políticos, que lo invaden todo desplazando a las pantojas, sus sobrinas, hijas, hijos y cuñados, hacen al verbo carne en las giras por las tertulias culebrón, que son como el parlamento que nos merecemos, unos bares sin barra donde se cuecen los parroquianos en la salsa del chascarrillo y el griterío.
La Pantoja nos devuelve a la realidad y nos distrae de los pactos y los postpactos, de los dimes y los diretes que no se enseñan en las teles sobre cómo se reparte la tarta del poder. ¿Se hablará en las negociaciones el lenguaje de la calle?, ¡que se bajen los sueldos!, por ejemplo. Se dirán las cosas que piensa la gente, pero al revés: no venimos a por los sillones. Pero sí o no, la verdad es que la política es, o debería de ser, otra cosa, y ahora tendrán que ponerse de acuerdo para llegar al salón de plenos con algo más que la sonrisa alegre del escaño conseguido.
Y eso es lo que se complica cuando la cuenta atrás limita el alcance de los discursos. Lo bueno es que al no ser la oratoria un privilegio ni de la casta ni de los del cambio, la brevedad del tiempo que vivimos es un auténtico alivio, ya que quedan solo unos días para la apoteosis de este espectáculo. Aunque la verdad, se habla tan mal ahora como antes. Se habla como en Sálvame o en la gala de los jueves que siempre tiene Mediaset a punto.
Recluida en Cantora, la Pantoja, que no ha hablado al salir de la trena, no sentirá el vértigo que sufren los presos liberados, la extraña sensación que la vista no soporta al enfrentarse a las distancias lejanas, y de la que hablaba Marcos Ana en sus versos carcelarios. Mientras, los políticos del nuevo régimen local y autonómico que, ya verán, pasado el entusiasmo vendrá a ser el mismo de siempre, se debaten en busca de la mejor estrategia para llegar incólumes a noviembre, mes de melancolías y árboles desnudos, como la apariencia amarga de la verdad del poder.
En esto de las cárceles la verdad no es ni la de Bárcenas, que salió con tanto aplomo, ni la de la Pantoja, desprendida por fin de sus gafas de sol. Es más bien la de los hombres y mujeres que, como por ejemplo, decíamos, Marcos Ana, veinte años de prisión por querer ser libre y hacernos libres a todos, se rebelaron en su día contra una sociedad que alimentaba el hambre, ese mismo hambre que hoy sirve de juego al mismo tiempo que es la desdicha de las familias más pobres.